dimecres, 2 de novembre del 2016

ARISTÓTELES

Introducción: algunos equívocos sobre Aristóteles.

Podemos tomarnos en broma la afirmación de que la historia de la filosofía son Platón y Aristóteles y lo demás son notas a pie de página, pero es cierto que a lo largo de los siglos la sombra del debate entre el fundador de la Academia y su discípulo ha atravesado la visión del mundo de los grandes pensadores.

Los poco expertos en filosofía suelen pensar en el estagirita como maestro de Alejandro Magno. El Rey de los macedonios, Filipo, pidió a Aristóteles que encauzará intelectualmente a su hijo, pero no parece que las virtudes preferidas por aquél –la sensatez o la contemplación intelectual- calaran excesivamente en un Alejandro que, por encima de todo, fue un conquistador increíblemente audaz y un hombre de acción. Por otro lado, la ciencia moderna creció a partir del rechazo de los cosmólogos del XVI y el XVII o los filósofos empiristas al llamado modelo aristotélico, que consideraban excesivamente metafísico y lleno de hipótesis no demostradas. Es cierto que la física aristotélica determinó una filosofía de lo natural cuyos juicios reconocemos como falsos a partir de Copérnico, Galileo y Newton. Sin embargo, se olvida que el pensamiento aristotélico se enfrentó al platónico precisamente por la excesiva carga idealista de aquel. En otras palabras, Aristóteles tuvo el valor de afirmar que los argumentos abstractos necesitaban ser confirmados con la observación, de manera que sentó las bases del método científico y puso la primera piedra del método científico. La Edad Media fue ciertamente aristotélico en su visión del universo, pero si el aristotelismo que los modernos rechazaron no hubiera existido, quizá la ciencia moderna tampoco habría encontrado tan fácilmente su camino.

Tras educar en el norte al futuro emperador y máximo responsable del llamado periodo helenístico, que sucede al llamado periodo clásico, Aristóteles fue a vivir a Atenas, donde fundó el Liceo, en el cual se practicaba la enseñanza peripatética. Su extensa obra escrita incluye grandes tratados de Metafísica, Física, Ética, Política y Poética, escritos sobre Lógica, y algunos pequeños tratados sobre ciencias experimentales como Medicina, Meteorología o Biología.


Razón y ciencia

Como en Platón, lo que hace grande al ser humano es el alma, es decir, el logos o razón. Podemos entender en ambos casos la superioridad del alma, pero en Aristóteles, al contrario que en Platón, para el que el alma es independiente, hay una unidad sustancial entre alma y cuerpo, de manera que las operaciones racionales están vinculadas a los sentidos. En otras palabras, los sentidos ofrecen datos sensibles al entendimiento, y éste, a través de la abstracción, los organiza y universaliza, en suma, les da sentido. Aquí se advierte el salto desde el platonismo al aristotelismo, la razón, ciertamente, alberga conceptos o ideas universales y abstractas, pero las representaciones intelectuales son en origen imágenes o representaciones sensibles. Así, y muy lejos de su maestro, Aristóteles reivindica la inducción como parte esencial del conocimiento.

Esto no significa que la filosofía se quede sin función, al contrario, su misión es determinar las leyes fundamentales o primeros principios del razonamiento. Hay un principio fundamental, el principio de no contradicción, cuyo valor en el pensamiento aristotélico es similar al que la Idea de Bien obtuvo en el de Platón.

Aristóteles estructura el conocimiento en tres tipos:

-Saberes teoréticos: comprenden la filosofía por un lado, que engloba la metafísica, las matemáticas y la física, y por el otro los saberes empíricos, que incluye las ciencias naturales y la medicina.

-Saberes prácticos: actividad que, como sucede con la ética o la política (Aristóteles incluye también la lógica), no produce bienes concretos.

-Saberes poiéticos o productivos: producen obras exteriores al agente, como sucede con la poética, la música o las técnicas.


La metafísica o filosofía primera

Sabemos que hay una ciencia para cada clase particular de entes, pero hace falta una que tenga como objeto lo que los distintos seres tienen en común, el ser en cuanto ser. Esa ciencia busca las ideas o principios válidos para toda clase de entes, ha de ser una ciencia común. Su nombre es metafísica, es decir, ciencia de lo que está más allá de lo físico. En ocasiones la llama ontología, pues estudia los principios constitutivos de los seres reales, pero es mejor llamarla metafísica, pues esos principios sólo son perceptibles por el entendimiento, no resultan accesibles a través de los sentidos.

Hay tres parejas conceptuales que Aristóteles establece y que nos sirven para estructurar su metafísica.

-Sustancia/Accidente: Lo sustancial de un ser es aquello sin lo cual ese ser no puede existir, es lo que lo define, lo que lo identifica, aquello que no le puede faltar. Lo accidental es lo que puede estar o no estar en un ser, pues no afecta a su sustancialidad, de manera que el ser puede existir sin sus accidentes. Así, yo soy sustancialmente un ser racional, pero es accidental que sea alto o pelirrojo, pues si fuera bajo y moreno seguiría siendo lo que soy en sustancia. De igual manera, si una silla es un artefacto que sirve para sentarse, no puede dejar de tener esa sentido sustancial, pero es accidental que sea verde, de madera o pequeña.

-Potencia/Acto: La potencia es lo que se puede llegar a ser, sus posibilidades, aquello que podría ser pero aún no es. El acto es la posibilidad que ya se ha actualizado, el cumplimiento de lo que estaba en potencia. Un niño es un joven en potencia, y el joven lo es en acto, pero al mismo tiempo es un anciano en potencia. El paso de la potencia al acto es lo que Aristóteles define como movimiento, no sólo el movimiento físico entendido como desplazamiento espacial, sino como transformación en el modo de ser de las cosas.

-Materia/Forma: Todo ser está compuesto de materia y forma. La materia es el sustrato permanente de todo cambio, lo que no se destruye. La forma es la manera en que la materia se presenta en cada momento. La materia que soy es la misma, pero puedo presentarme en la forma de niño, de joven o de anciano. Para que el barro sea algo he de “informarlo”, es decir, la forma de vasija hace que la materia que es el barro se presente de una manera determinada que puede cambiar. Esta dualidad que constituye los seres es llamada por Aristóteles hilemorfismo.



La filosofía primera como teología.

Ahora entenderemos por qué los filósofos medievales, en concreto los escolásticos, que intentaban demostrar racionalmente la existencia de Dios, como por ejemplo Sto Tomás de Aquino, veneraban los escritos aristotélicos, por más que no siempre capturaron la esencia del saber del maestro griego, tendiendo a desplazar el sentido de sus escritos hacia propósitos teocéntricos.

Al aceptar el induccionismo, Aristóteles parece estar invitándonos a creer que todo empieza y acaba en el mundo sensible. Si las ideas provienen en último término de las imágenes sensibles, entonces no tiene sentido hablar de lo trascendente o ultraempírico. Sin embargo, el propio autor afirma que lo sensible es contingente y no necesario, es decir, que puede ser como podría no ser. Así, los seres físicos son corruptibles, lo difícil para Aristóteles, una vez conocemos su metafísica, es aceptar que el origen de los seres corruptibles es lo corruptible y contingente mismo.

Lo contingente se da porque hay una primera sustancia necesaria y eterna, a la cual reconoce naturaleza divina, es “teos”. El modo de ser de esa sustancia sobrenatural no puede ser similar al de las demás sustancias, pero eso no significa que podamos asimilar este planteamiento metafísico al propio de una religión monoteísta, donde Dios es omnipotente y creador de absolutamente todo. En esto Aristóteles no se aleja en exceso del modelo intelectualista típicamente platónico y propio de toda la filosofía griega, de manera que lo que llama dios es sobre todo aquello que hace inteligible todos los seres del universo. Hasta aquí llega la teología aristotélica, que en realidad es una consecuencia de su vasta metafísica.


¿Y el alma? La psiché es lo que determina lo que realmente somos, tal y como reza el hilemorfismo. El alma es la forma, la manera en que nuestra materia se actualiza. Respecto a la materia somos como cualquier otro ser vivo, pero nuestra forma específica viene actualizada por el alma, no un alma errante e independiente en el sentido platónico, sino en unidad con el cuerpo. 


La ética y la política 

“El hombre es el animal político”, es una de las aseveraciones aristotélicas que han pasado a la historia. Debemos entender que, a pesar de los honores que el estagirita concede a la contemplación intelectual, la actividad racional entregada al puro conocimiento de la verdad, el hecho de ser sabios orienta nuestra manera de vivir. Como sucede en toda la filosofía griega, diferenciamos entre la vida propia de un hombre sabio y la de aquel que es guiado por el error.

Propio de un pensador griego es entender que “lo humano”, antes que –como sucede entre nosotros- un individuo, designa a la comunidad. Ésta es el Estado, la polis. Como en Platón la filosofía es política, y su misión es organizar la ciudad en relación a la verdad. Quizá por ello no podamos hablar genuinamente de “política” hasta los griegos, pues sólo con ellos la comunidad empieza a gestionarse desde la voluntad de verdad, sino desde la visión mítica del universo, como sucede con faraones o reyes mesopotámicos, cuyo lugar en la cúspide se legitima por ser ungidos por los dioses. Se trata entonces de encontrar los medios adecuados para que la comunidad encuentre esa visión de la verdad.

Dijo el maestro Platón que constituía obligación fundamental del futuro gobernante regresar a las sombras de la caverna una vez había contemplado su exterior. Salir le ha servido para contemplar el mundo inteligible, pero es en el mundo sensible donde habrá de poner en práctica su conocimiento. Para Aristóteles, y pese a que el conocimiento es un fin en sí mismo, a la ciudad le conviene dejarse regir por la sabiduría, pues la vida sabia es la que más merece tomar el gobierno. Pese a que Aristóteles no propone un “gobierno de los filósofos”, coincide con el maestro en que el acceso a lo verdadero, que permite al hombre guiarse de forma razonable en su vida privada y pública, es lo que debe regir el Estado. He aquí la importancia pública de la filosofía, pues los actos que tienden hacia el bien supremo y la felicidad son aquellos que tienen la ciencia primera en el horizonte.

El vínculo entre la política y la ética es intenso. En su obra más célebre sobre la virtud, Ética a Nicómaco, explica que todo acto, todo conocimiento, toda fabricación, tiende de alguna forma a un “bien”. Así, cada cosa tiene una esencia, una manera de ser que le es propia y sin la cual su existencia no tiene lugar o, al menos, no tiene sentido. La tendencia de todo ser es entonces volcarse hacia aquello que le acerca a la realización de su esencia, y evitar lo que la separa. La manera de alcanzar la “eudaimonia” es entonces ser yo mismo. Siendo yo mismo seré feliz, pero, ¿cuál es el contenido de la felicidad? Para contestar a esta pregunta debo preguntarme a la vez cuál es mi esencia. ¿Qué es lo que hace hombre al hombre? No puedo contestar aludiendo a un aspecto accidental, transitorio o contingente en el hombre.

Recurramos a ejemplos. Hay una obra propia del zapatero, una propia del campesino, una del flautista… De igual manera hay algo propio del pie, que es por ejemplo caminar, como hay algo propio de la mano o de las orejas. ¿Y lo propio del hombre en tanto que hombre? No puede ser la actividad vegetativa, que también la poseen las plantas y animales, ni la sensitiva, que comparte con los animales, como se advierte porque sienten placer y dolor como nosotros… En otras palabras, no somos esencialmente humanos por vivir, alimentarnos o crecer. Debe ser pues la virtud racional la que nos identifica esencialmente. De igual manera que el zapatero virtuoso es el que fabrica buenos zapatos y la virtud de la silla es que nos sentamos cómodamente sobre ella, el hombre virtuoso es el que se dedica al cultivo de su alma, es decir, de su capacidad intelectiva, que es la única que posee en exclusiva y la que le define entre los demás entes.

Aquí Aristóteles no se aleja del racionalismo platónico. Tenemos tendencias sensitivas y apetitivas propias del cuerpo, pero lo virtuoso es someterlas a la tendencia racional del alma. Llamamos así virtud dianoética a aquella que eleva al alma racional a la cima de sus posibilidades de sabiduría. En su ayuda acude la virtud ética, que mantiene los actos del hombre en el justo medio entre el exceso y la carencia. Esta convicción es clave en la ética aristotélica y obtiene una influencia colosal sobre la historia del pensamiento: la mejor acción es la del que mantiene el equilibrio, el que no peca ni por exceso ni por defecto. Ser sabios, ese es pues nuestro fin y el secreto de la vida feliz, lo que de alguna forma nos eleva para acercarnos a lo divino.

No bastan las virtudes éticas y dianoéticas en el individuo, la contemplación de la verdad y de lo que un griego como Aristóteles llama “dios” no es suficiente, necesitamos que la ciudad entera sea virtuosa. Como ya demostró Platón, por eso escribió una utopía política como “La República”, ningún hombre puede bastarse por sí solo, necesitamos a los otros. Para Aristóteles –y volvemos a recalcar la trascendencia de la célebre aserción sobre el “zoon politikon”- lo natural en el hombre es formar comunidades. No convenimos, ni pactamos formar un Estado, es natural que lo hagamos, tanto como en las hormigas. Así, empezamos con unidades básicas como la familia o la aldea, pero estas son formaciones que tienden hacia la estatalización. Y así, el hombre sólo deviene hombre en cuanto vive en el Estado. Si alguien no lo hace, “o es una fiera o es un dios”, dice el pensador nacido en Estagira.  De igual manera que un pie deja de tener sentido separado del cuerpo en el que se integra y desarrolla su función, un hombre no tiene sentido más que en la medida en que es ciudadano.

Detectamos entonces el contenido de la felicidad: no se encuentra en los bienes exteriores y las riquezas materiales, sino en la sabiduría, en los bienes del alma. En esto no nos alejamos del maestro Platón, pero es importante destacar que, al contrario de lo que ya dijo el ateniense en la Carta VII, hay distintos regímenes en los que la felicidad de la polis se hace posible. Tanto en la monarquía, gobierno de uno, como en la aristocracia, gobierno de los mejores, como en la democracia, gobierno de la mayoría, es posible encontrar el gobierno justo, siempre y cuando el gobierno se ejerza en función del bien común y no de los intereses particulares.