La idea de Bien o,
como lo dice en "La República", lo Bueno en sí, es la cima del
sistema filosófico de Platón.
Siguiendo la teoría
de la Mímesis, podríamos decir que todos los seres, los sensibles y los
inteligibles, imitan esa idea. Así, el alfarero intenta hacer
"buenas" vasijas, el profesor intenta dar buenas clases de filosofía,
el geómetra intenta dibujar el triángulo perfecto... el problema es que la
realidad material solo puede aproximarse a la perfección de la idea, que es por
definición inmaterial. El Bien alcanza así el máximo de idealidad, abstracción
y verdad, de ahí que su luz otorgue sentido al conjunto de la realidad del
universo.
Es importante no
confundir este concepto con la divinidad propia de las religiones monoteístas,
que por cierto no llegan a Europa hasta muchos siglos después de la
civilización griega, cuyo contexto espiritual es politeísta. Es cierto que
algunos teólogos de la Edad Media, admiradores de la brillantez filosófica de
Platón y Aristóteles, llegaron a identificar la suprema perfección de la Idea
de Bien con Dios. Pero esta asociación es muy forzada. El Bien platónico es una
realidad suprema pero intelectual. El Bien es, como el sol en el mundo
sensible, "padre" o responsable de las cosas del universo,
pero no en
el sentido del creacionismo propio de las culturas mosaicas, es decir, el
judaísmo o el cristianismo. Dios o Yahvé, como después Alá, exigen obediencia y
amor, el Bien platónico reclama el esfuerzo del conocimiento.
La lógica de los antiguos griegos es, pues,
radicalmente diferente de la medieval, aunque es cierto que la división
drástica entre un mundo espiritual y superior y otro sensible, efímero e
inferior puede propiciar el paralelismo. Pero, ¿qué es el Bien? En primer lugar
el Bien supone el nivel máximo de realidad, su estatus ontológico es supremo.
De igual manera que las cosas materiales imitan a las ideas, las ideas imitan
la idea de Bien. Si las ideas son perfectas es porque imitan al Bien; de igual
manera, lo que un objeto físico tenga de bueno se debe a que, imitando a las
ideas, imita también en última instancia a la idea de Bien. Esta cumbre
ontológica o de realidad que define al Bien se corresponde con la
epistemológica: conocemos las demás ideas y, por tanto, entendemos la totalidad
del universo cuando conocemos el Bien, al cual no se puede acceder a través de
los sentidos o de la doxa, sino de la ciencia filosófica suprema, la
dialéctica.
El Bien tiene
además una especial relevancia ética. Si quiero encauzar adecuadamente mi vida
debo conocerlo, de lo contrario viviré desorientado o, lo que es peor,
manipulado por los sofistas. A través de la rectitud moral mi alma alcanzará la
sabiduría que necesito para ir por la vida distinguiendo lo bueno y lo malo.
Esta lógica se aplica igualmente al político, que necesita aprender dialéctica
para distinguir entre el gobierno justo y el injusto, lo cual le permitirá
decidir siempre aquello que sea mejor para el conjunto de la polis. Solo desde
esa idea de virtud es posible llegar a la verdadera felicidad. A modo de
conclusión, podemos decir que el Bien fundamenta la mímesis que atraviesa la
Teoría de las Ideas. Él es el horizonte, la luz final hacia la que tienden
todas las cosas. Tanto la región visible como la inteligible apuntan a él. Por
eso explica Platón que en la escalera mayéutica, desde la que se asciende en la
Academia hasta el conocimiento filosófico o dialéctico, el Bien es el verdadero
objetivo, pues nos permite vislumbrar la totalidad de lo real. Esa perfección
del Bien solo puede alcanzarse de forma imperfecta en el mundo sensible.
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